El TOC en tono de humor
¡💣 Bum!
De adolescente descubrí que arrastraba desde que nací esta bendita condición. En realidad, el trastorno obsesivo compulsivo es tu amigo más íntimo. Jamás te abandona, como el desodorante. Está contigo en las duras y en las maduras. Es esa caca en el zapato de perro que intentas quitarte restregando contra el césped… y siempre queda algo.
Es como si continuamente un terremoto bestial se apoderara de todos tus pensamientos y los bombardeara uno tras otro. Un pensamiento tras otro, y alguno en bucle. Alguno o más de uno.
Y lo peor, que alguno de esos pensamientos te acechan y te acosan tanto que piensas en ese mismo instante que vas a explotar. Tu malestar es como si hubiera caído una bomba atómica encima tuya, y te sientes devastado, intentando buscar tu parte cerebral sana. Ahí están, en plena lucha. Pero siempre gana el TOC.
Si piensas que en este artículo puedes encontrar la cura… tal vez. Pero mágica no va a ser. Aquí el único mágico, fantástico e inigualable es tu TOC, que te puede hacer creer cualquier cosa que hayas visto en una noticia y que te va a pasar a ti, o bien que la puedes llevar a cabo tú —que es mucho peor—. Sobre todo si se refiere a una quiebra económica, un asesinato o una enfermedad incurable.
Y, por supuesto, si alguien llega de visita inesperada a casa, te la contamina. Contaminación irrealista, claro, pero tan convincente que en cuanto la visita se va, tú te pones a pasar la fregona por donde ha pisado, a cambiarte de ropa, a lavarte las manos y la cara si le has dado dos besos, y un largo etcétera de boberías que yo diría que son hasta antinaturales.
O peor aún: que pienso que soy la diva Madonna y necesito un inodoro en donde no haya meado nadie. Y por eso me tengo que lavar de la contaminación de los demás.
El TOC es como un pedo de esos que te tiras y, por mucho que corras, te persigue. Pues igual: piensas que cada mañana vas a despertar con armonía, con una mente en blanco, serena, vas a poder realizar unos quehaceres simples… pero no.
Cada tarea que realizas en tu vida cotidiana va acompañada de aderezos que no has pedido. Tú te levantas y, como veas que la funda de la almohada está tocando algo que no consideres tan puro como el resto de tu cama… Dios, se te ha jodido el día.
Como convivas con alguien y te despiertes y veas que ya la casa no está organizada como tú la dejaste antes de dormir… Dios, se te ha roto el alma.
Por no decir cómo se me revuelve el hígado cuando veo pegatinas pegadas en las frutas: las etiquetas naranjas de los artículos que marcan las tiendas chinas, esas pegatinas amarillas de caducidad o ofertón de los supermercados, pegatinas infantiles por las aceras, carteles, celos y pegatinas por las farolas, postes y paredes de la ciudad. Todo eso simplemente perturba el camino al colegio del niño y hace que para mí un paseo deje de ser relajante.
Y cuando ya desgastas toda tu energía nada más amanecer, en volver a reconstruir tu orden visual… ¡pum! Se te descuajaringan tus partes más íntimas. Así que ya estás reventado por dentro.
Porque es que el TOC es un coaching de máximo rendimiento. El mayor sargento jamás visto en cualquier guerra épica. El TOC arrasa por donde pasa.
Y lo que más te avergüenza es que, aunque siempre estés diciendo “voy a superar esta paranoia”, sabes que se va a quedar un vacío mental, que te vas a coger una depresión de caballo sin todas sus órdenes.
Ese añorado TOC que ha moldeado toda tu personalidad…
Ya desde pequeño preferías reventar doce horas en el colegio religioso sin orinar porque no querías tocar un váter público. Y si eres de mi quinta, cuando tus padres te llevaban a la casa de campo y buscabas un árbol… tampoco te salía nada. ¿Quién me pillará de sorpresa con el culo al aire? Me cortaba las ganas.
Eso sí, mientras tanto y con gran valentía, pocos años después me recorrí todos los baños públicos de la avenida, de allá donde fuéramos de vacaciones, del restaurante en que comíamos o de la gasolinera en la que parábamos de viaje.
Es más, podía perfectamente hacer pis hasta de pie detrás de una palmera de la playa, mientras todos los turistas recorrían el paseo marítimo.
Y claro, mi familia se meaba de risa, de haber pasado de tener vetado mear fuera de casa a hacer un recorrido turístico de meaderos públicos.
La parte más bochornosa es cuando tienes que abrir la puerta a un sitio público y tocar el pomo que ha tocado todo el mundo. Y entonces desaceleras el paso para que otro llegue antes que tú y abra, y tú pones el pie. O cuando has tocado el dinero y tienes una mano contaminada y tienes que recordar para siempre cuál es, para no tocarte la cara ni comer con la mano putrefacta. Es toda una odisea, un hecatombe.
Ya de mayor, y con el amor paternal que me procesa, he tenido que tragarme mi TOC y hacer de él mi mayor penitencia.
He tenido que acudir a hoteles y parques de atracciones para que mis descendientes no estén castigados por mi TOC, para que no vivan en un castigo continuo fruto de él, y así puedan disfrutar de la vida.
Por mí, como hacía la gente sugestivamente durante el COVID, hasta echaría fus-fus al mensajero de Amazon cuando me entrega un paquete.
Y sí, con toda la fuerza que me caracteriza, he ido a esos hoteles donde los niños meten las manos en las fuentes de chocolate y luego van tocando toda la comida y los utensilios que después usas para comer.
Gente que no usa las pinzas para coger la comida de la fuente, que estornuda en la misma comida que luego tú vas a coger.
He visto en el show cooking caer gotas de sudor a la plancha.
He visto a gente con mocos en la piscina, sumergirse y volver a emerger sin ellos. Y me he podido bañar en la misma agua.
He dormido en camas de hotel y, aunque no me he llevado la luz ultravioleta para no saber qué tipo de sustancias hay por las paredes y colchas, ahí pasó un antes y un después a más de mis cuarenta años.
Lloré porque vi a la camarera de la limpieza del hotel delante de mí pisar todas las sábanas blanquitas de mi cama con sus deportivas de la calle.
Y ese fue el punto y aparte de mi TOC.
Me sentí tan devastado, deprimido, derrotado, desgarrado, y un montón de otros adjetivos que empiezan con D, que entonces me reconvertí en otro adjetivo que inicia por la misma sílaba: depravado.
Y lloré tanto que a partir de ahí me hice un lema.
Y es que cuando esté muerto, no voy a poder controlar ni mi cuerpo ni mi ser.
Y entonces aparecen muchas secuencias: gente construyendo mi ataúd y pisando la tela que recubre el acolchado y la almohada, pegando un moco en el ataúd uno de los trabajadores, en el preparatorio antes del velatorio, el personal tocándome toda la piel y maquillándome con las manos sin lavar.
Estando bajo tierra y comiéndome todos los bichitos que ahora no soporto.
Y si bien no quiero pasar por los bichitos, tengo que pasar por el crematorio.
Y ahí tengo el conocimiento de que el horno no toma la temperatura adecuada para poder deshacer el cráneo.
Y van a coger el cráneo con mi TOC y ¡pum!, le van a dar un par de hachazos para ver si se destruye en minúsculas partículas para entregar en la urna.
Y con ese golpe, maestro… adiós TOC.